Podría cantar
la desalquilada vigilia de las prostitutas,
el motín
callejero de los gorriones en la urbe,
de mis manos
inválidas, de mis pies doloridos.
Pero el canto
de un gallo
que abre la
mañana con los dedos de un ángel sin aureola,
suena en mi
corazón —íntimamente—
y en mi sangre
alza su tono
de armónica meridional
para recordarme
que soy un hombre huérfano en mi ciudad.
Mi ciudad: la
de las grandes riquezas y las grandes miserias.
La de los
grandes chantajistas de guantes color patito:
Gerentes de
banco. Presidentes de asociaciones patrióticas.
Directores de
grandes rotativos. Críticos de Arte. Periodistas.
Urruchúa los
pintaría con una ganzúa en los labios
y el alma
junto a tu voz que enrula un tango de Filiberto.
Sé que me
querrías si te hablara de amor,
aunque te
desangres diez horas en una fábrica de tejidos
y sufres el
asedio de un gerente mulato
—oblicuo como
la sombra de una pared a media noche—
Porque tú
necesitas un hombre, amiga, y yo necesito una mujer.
José Portogalo
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