Una fugaz sensación de alegría
entre tanta tristeza…
Cuando me pidieron que contara por
escrito una anécdota, un hecho que me hubiera marcado a lo largo de ésta,
nuestra noble tarea, mi mente recorrió el pasado y se detuvo en “mi antigua
escuela de Villegas”. ¿Vieron que siempre sentimos que las escuelas son
“nuestras”? Así no pasa con los chicos.
Y vaya si me pasó esto de sentirla
mía a Laurita, una preciosa nena que parecía la Raulito. Tenía los ojos,
grandes, oscuros y curiosos. Era menudita y delgada, con cabello oscuro y
lacio, cortado a lo varón (“Por los piojos, ¿vio?”).
Eran siete hermanos. A ella le
gustaban los domingos porque era el día que en el guiso de fideos se podían
encontrar trocitos de chorizo.
Siempre fue mi confidente. A veces
parecía feliz, pero odiaba faltar a la escuela porque significaba que tenía que
lavar la ropa, a mano, por supuesto. ¿Conté que tenía ocho añitos? ¿Y que una
vez tuvimos que ir a buscarla a su casa, en el asentamiento? Porque si le
tocaba cuidar a los hermanos, la escuela no existía. Entonces iba a la carga,
con “la turca”, una directora que montaba en su “Fitito” y se hundía en los
pozos, subiendo las lomas de aquellas calles de tierra que, con la lluvia,
parecían pantanos. Teníamos miedo, pues patinaban las ruedas y, si el auto se
paraba, nos encontrábamos rodeadas por una docena de perros famélicos, que
ladraban a los extraños.
Pero llegamos. ¡Finalmente la
divisamos en el patio! Por supuesto, lavando la ropita. Ese día, la madre
prometió que la iba a mandar con regularidad, tal como le pedimos nosotras. “La
Laura va a ir”, prometió. Y algún día que otro la mandaba.
Cuando iba a clase, Laurita estaba
feliz. Hasta que con el grado organizamos una fiestita para festejar los
cumpleaños de todos los chicos que habían cumplido durante el primer semestre.
Con el registro en mano, la felicité, porque Laurita cumplía años ese día. Pero
¡oh, sorpresa!, ella no sabía que ese día, hacía nueve años, había nacido.
Conversando con ella, supe que
jamás le festejaron los cumpleaños en su casa. Jamás se la felicitó o… no sé,
algo.
La pena, supongo, me enfureció. Más
allá de intentar comprender la terrible realidad de la miseria en su más amplio
significado, me sentí absolutamente impotente. La bronca me impulsó, e hice lo
imposible por hablar con la mamá. Lo conseguí. Claro que yo tenía treinta y
pico de años y la convicción de que podía cambiar al mundo. Y por ende, me
trencé feo con la mamá de “La Laura”.
La indiferencia de aquella mujer me
enfureció más. Sé que me pasé de todo límite ético. Sólo después de muchos años
lo supe. Hoy me planteo si realmente yo tenía derecho a reaccionar de esa
forma. Pero, allí, ante esa apatía, mi enojo aumentaba y no sé cuántas cosas
dije. De pronto, la mujer me miró fijamente a los ojos. Ella vio que yo
lloraba. Se dio media vuelta y se fue. Pienso que se fue para no pegarme.
Volví al grado, me sentí mal todo
el día. Cuando llegué en casa, cumplí con las normas de rigor: me desquité con
mis hijas, le amargué la cena a mi esposo, hice llorar a mis padres cuando les
conté lo sucedido. En fin, ustedes, lectores, seguramente colegas, ya saben
cómo funciona esto.
Al día siguiente, cuando llegué a
la escuela, “La Laurita” estaba esperándome. Corrió para abrazarme, contenta
como no la había visto nunca.
—¡Cuánta alegría, Lauri! ¿Qué pasó?
—le pregunté mientras me abrazaba fuerte (¡qué linda era!).
—¿Sabe, seño? Ayer a la tarde mi
mamá me hizo una torta y me cantaron y todo.
Hoy sé que no podré cambiar el
mundo. Hoy sé que la mamá también debía sentirse impotente. Hoy sé que Dios
perdonó mi prepotencia. Y sé que, desgraciadamente, en “La Laura” se resumen
las historias de millones de chicos. Pero creo que, mientras existamos las
maestras, siempre que no nos desplacen las PC, van a existir padres o madres
que quieran pegarnos ocasionalmente; pero aun así, van a sentir el amor de
nuestros mensajes. Y lo más importante es que “Las Lauritas” no nos van a
olvidar jamás. Así como cada una de nosotras no las olvidaremos nunca.
Elisa Pita
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