Del cincuenta hasta hoy
Julio César Parissi
Al alcance de la mano
Esto que escribo es cierto y no tiene ni una pizca de
esa fantasía casi total con la que suelo construir mis textos de ficción.
Primero voy a contar algo que perdura en mi memoria
desde aquellos lejanos tiempos de principios de los cincuenta —mi edad rondaba
por los seis o siete años— y es una experiencia que se daba cuando, cada tanto,
iba al centro de Montevideo llevado por mis hermanos mayores. Vivíamos sobre la
costa, a menos de media hora de la avenida 18 de julio donde estaba —hoy ya no—
la sede de la Asociación Uruguaya de Fútbol, cuyo frente de granito rojo tenía
una enorme vidriera con muchísimos de los trofeos obtenidos. Cuando pasábamos
por allí yo veía que había una, algo perdida entre soberbias copas, de unos
treinta y pico de centímetros de alto, hecha en oro macizo, que representaba a
una mujer alada sosteniendo el recipiente. Era la copa del mundo instituida por
Jules Rimet en el año 1930. Cada ganador podía tenerla en su país en el lapso
entre torneos, es decir, unos cuatro años. Pero se había establecido que el
país que la ganara tres veces se la quedaba de manera definitiva, algo que pasó
en 1970, cuando a las semifinales llegaron tres países que ya la habían
obtenido en dos ocasiones: Uruguay en 1930 y 1950, Italia en 1934 y 1938, y
Brasil en 1958 y 1962. Ese año, el brillante ganador fue Brasil.
Yo me había habituado a verla. Estaba allí, a escasos
centímetros, casi al alcance de la mano, hasta que un día de 1954 no estuvo más
y a mis cortos años me parecía que esa ausencia era una anomalía, algo que no
podía ser. Pensaba que se trataba de una incongruencia de la realidad, y la
idea de ver un día su retorno a esa gran vidriera la mantuve durante años, del
mismo modo que en distintas culturas, a lo largo de los tiempos, esperan el
regreso del mesías, aquel que estuvo en épocas remotas y que prometió volver.
El técnico, un guía imprescindible
Luego pasaron tantos años que la ilusión de volver a
coronarnos se fue convirtiendo en una quimera solo sostenida por el cariño
hacia la celeste. Incluso aquellos que ni sueñan con tener los lauros de esta
camiseta, se burlan de esa espera, tan larga como casi imposible. Sin embargo,
porfiadamente, seguimos pensando que aquello que alguna vez fue, puede volver a
serlo. Solo necesitamos un conductor, dije un día y esa idea se instaló en mi
cabeza. Se requiere de alguien que sepa cuál es el camino para llegar a ese
destino. El camino existe, pero en cada torneo solo uno llega y es,
sencillamente, aquel equipo que sabe encontrarlo. Sin duda que algo en
apariencia complejo puede ser tan sencillo como es el fútbol pregonado por
Bilardo, con acierto y convicción, cuando decía: «El fútbol es fácil. Solo hay
que meter la pelota en el arco contrario».
Para algunos, ese ser que guía al triunfo es el
jugador más virtuoso dentro del equipo. Para mí y para muchos, el verdadero
conductor es el que arma la táctica y la estrategia desde el borde de la
cancha, porque ve con claridad el partido sin el pulso acelerado y el corazón a
mil del que corre adentro. De afuera se ve mejor, como me comentaba el ex
arquero Pogany, cuando me decía que él, en su calidad de director técnico, tuvo
sus experiencias previas cuando estaba en el arco, ya que desde ahí podía observar
el desarrollo del partido casi como un espectador privilegiado.
Una hermosa fantasía
A partir de esa idea comencé a conjeturar que el
hacedor de un gran equipo celeste debía ser su técnico. Pero no cualquiera,
sino uno que tuviera, en mi criterio, la calidad y los pergaminos suficientes
para tomar el cargo. Y en ese fantasear de quién podría ser, estaban los
nombres de los grandes: Mouriño, Guardiola, Ferguson, Ancelotti, Zidane o
Bielsa. Todos nombres imposibles para que llegaran a un país tan minúsculo como
el Uruguay. O casi imposibles, ya que mi imaginación empezó a reservar un lugar
para Bielsa. ¿Por qué? Porque era el único no europeo y porque en distintas
partes del viejo continente había tomado la dirección de equipos que no estaban
en el nivel de los grandes, como sí lo eran el United, el City, el Barcelona, el Real Madrid, el Bayer Munich,
la Juventus o el Inter. Había brillado en clubes menos
encumbrados donde su presencia los llevó a los primeros planos de la prensa.
Cuando los tomaba, esos equipos comenzaban a funcionar de otra manera. Algo
había en Bielsa, diferente a las virtudes de los demás técnicos. Yo nunca sabré
con precisión qué es, pero intuyo que debe tener algo distinto al resto.
«¡Qué fantasía hermosa sería la de tener a Marcelo
Bielsa dirigiendo la selección uruguaya!», soñaba cuando sucedió el fracaso de
Alonso en Catar. En ese momento supuse que era solo eso: una fantasía. Pero un
hecho reflejado por la prensa cambió todo. Supe que Bielsa andaba por
Montevideo y no era casual, ya que venía seguido y se instalaba, creo, por el
barrio de Pocitos. Dicen que los vecinos lo veían como alguien que naturalmente
frecuentaba ese sitio y, a pesar de ser una figura pública, nadie lo molestaba.
«Le gustará Montevideo», supuse, hasta que un día, cuando Bielsa se encontraba
en un bar, un periodista uruguayo se le acercó y le pidió que hiciera algún
comentario sobre la selección nacional. El técnico tomó una lapicera y sobre
una hoja comenzó a escribir nombres de jugadores mientras hacía un análisis de
sus actuaciones. Sabía todo, demostrando con claridad que seguía a la selección
y, al principio, me resultó una incógnita de por qué razón lo hacía. ¿Por
costumbre, para despuntar el vicio de entrenador mientras vacacionaba? ¿Por la
gimnasia de monitorear? ¿O había un motivo oculto? ¿Cuál podría ser lo que
llevaba a este técnico a analizar a los orientales?
Tal vez lo hacía con todos, pero arriesgo que podría
esconder un deseo íntimo, quizás inconfesado hacia afuera, de dirigirla. En la
mente de cualquier técnico de su nivel sería impensable imaginar tal deseo,
pero en él no. Bielsa es distinto; solo basta escucharlo apenas un rato para
darnos cuenta que no se parece a ninguno de los que conocemos. En el fondo de
mi pensamiento, creo que busca demostrar algo que tiene que ver con la celeste
y su historia tan explosiva como singular. Tal vez deseaba desentrañar ese
fútbol al que nunca se le pudo dar una explicación racional.
Creo que esto último fue lo que prevaleció en su
mente. Una pista me la dio saber que cuando los futboleros le agradecían el
hacerse cargo de la dirección, les respondía que el agradecido era él. Esta
convicción me llevó a lo que siempre creí ver en la selección celeste, que no
es ni mejor ni peor que cualquier otra, que solo es la representación
futbolística de un país, la imagen de una pequeña porción de cada nación que ve
en ese deporte una faceta de su ser nacional. Pero el azar hizo que, para nosotros,
los que nacimos al oriente del río Uruguay, fuera algo bien distinto. Para
llegar a ese pensamiento se unieron las casualidades que terminaron por
crearnos una idea tan loca —o tan absurda— como única. En mi fantasía pienso
que esa misma idea, también visualizada por Bielsa, fue la que le asignó el
desafío más difícil de su carrera y, en mi modesta opinión, el más hermoso. ¿De
qué se trata? De enfilar siempre hacia un destino celeste que el mundo nos ha
“impuesto” por un cúmulo de casualidades. O no tanto.
En el mundo a las patadas
En la historia que desde hace muchos años armé en mi
cabeza para entender a la celeste, todo comienza en 1923 cuando el doctor
Atilio Narancio —presidente de la AUF de la época— trajo las noticias de la
incorporación del fútbol de América del Sur a la FIFA y, gracias a eso, el
ganador del Sudamericano de ese año
iría al primer mundial —con el reglamento de la FIFA y bajo su organización— a
disputarse en 1924, previo al inicio de los Juegos Olímpicos que manejaba la
COI. Por supuesto, la Federación aprovechaba el espacio olímpico, instalaciones
incluidas, ya que no tenía suficiente envergadura material para armarlo por su
cuenta. Fue una idea genial de Jules Rimet —que inició su mandato en 1920—, al
que considero como el presidente más importante de toda la historia del fútbol.
Desde luego, estamos hablando de una época donde el fútbol mundial tenía una
parte amateur, aunque hacía rato que, en todos lados, ese amateurismo era
bastante oscuro, como lo era en tierras rioplatenses.
El doctor Narancio les prometió a los jugadores
celestes que si lograban ser campeones iba a financiar el viaje. Casualmente,
ese año la celeste ganó el Sudamericano
y el doctor hipotecó su casa para que el equipo viajara a Francia en una
modestísima tercera clase.
La FIFA había convocado a veintidós selecciones, pero
solo dieciséis competirían, por lo cual doce de las menos importantes o menos
conocidas se medirían en un partido. Quienes ganaran esos seis partidos
previos, entraba a los octavos de final con las diez que habían quedado
seleccionadas. Por supuesto, entre esas selecciones menos notables estaba la
celeste, que le tocó enfrentarse a Yugoeslavia, una buena selección europea
que, a priori, a los uruguayos les infundía respeto, mientras que para los eslavos
ese partido les pareció un desafío sencillo que se ganaría con facilidad. Tan
fácil que pusieron suplentes para enfrentarlos. Nadie conocía el fútbol
sudamericano e, incluso, la mayoría ni sabía de la existencia de un país
llamado Uruguay.
Enfrentaron a Yugoeslavia y —vaya
casualidad— el partido fue ganado por los sudamericanos por siete a cero. Desde allí en adelante
triunfaron en todos los partidos hasta arribar a la final con Suiza que los
coronó campeones con un categórico tres a cero. Habían salido de Montevideo con
escasas expectativas y volvieron con el título. Como dijo un cronista de la
época, «A las patadas, el Uruguay se metió en el mundo».
En 1925, Nacional —equipo base del seleccionado de mundial del 24— hizo una
gira por Europa, al igual que la realizada por Boca Juniors y Paulitano
(luego San Pablo). La gira de Nacional fue la más extensa de todas,
ya que cubrió seis meses, cosechó ciento treinta goles y recibió treinta. Por
esos años, los aficionados europeos empezaron a aceptar que en el Río de la
Plata se jugaba el mejor fútbol del mundo.
En 1928, y siempre como amateur, se realizó el segundo
campeonato. En este caso fueron invitadas, casualmente, tres selecciones de
Sudamérica —Chile fue la tercera— salidas del torneo Sudamericano de 1927 (hoy copa América).
Gracias a la ampliación de ese cupo, la celeste pudo ir de nuevo, aunque había
quedado en segundo lugar, detrás de la Argentina, la ganadora de ese año. En
copas América, incluido el
Sudamericano de 1927, el Uruguay
llevaba acumuladas siete copas, tres la Argentina
y dos el Brasil.
Ese año, en Amsterdam, hicieron un mundial brillante
(sobre todo la Argentina, con abultadas goleadas) y llegaron ambos a la final.
Fue la única vez que se jugaron dos finales, ya que no estaban previstos
alargues o penales. La primera fue empate en uno y la segunda, unos días
después, la ganó la celeste por dos a uno. Podría haber sido al revés, dado la
calidad de los argentinos, pero casualmente de nuevo se les dio a los
uruguayos.
Luego el fútbol se profesionalizó en el ámbito
universal y la FIFA armó su primer mundial fuera de los JJ.OO. Se hizo en
Montevideo porque la AUF se ofreció a hacer el estadio más grande del mundo en
esos tiempos y los equipos finalistas se repitieron, como también el triunfo
del Uruguay sobre la albiceleste. En 1934 y 1938 los uruguayos no fueron a los
mundiales de Europa en protesta porque esos países se habían negado a competir
en Sudamérica. Luego vino la guerra y no hubo mundiales en 1942 y 1946, por lo
cual el mundial siguiente fue el de 1950 en Río de Janeiro —debido a un
conflicto interno en la AFA, la selección argentina no compitió— y volvió a
ganar la celeste, esta vez frente al dueño de casa. En 1954 se jugó en Suiza y
el conjunto uruguayo recién perdió su primer partido en las semifinales contra
Hungría. Fue un período de treinta años donde, a lo largo de cuatro campeonatos
mundiales, nunca perdió ni un solo partido, como sí les ha sucedido a otras
selecciones que, a pesar de una derrota, lograron el título.
La eterna espera de una hazaña
Aunque desde Suiza hasta el presente sólo obtuvo un
cuarto puesto en 1954, 1970 y 2010, el largo cúmulo de casualidades hizo que
todo uruguayo creyera que se les había impuesto —inexorablemente y vaya uno a
saber por quién— la obligación de ganar cada vez que pudiera entrar a un
mundial. Nos olvidamos de todos los fracasos, de las eliminaciones tempranas o
de las ediciones en las que no clasificamos, y solo recordamos esos triunfos
que nos obligan siempre a seguir ganando. Aunque eso, hasta hoy, no se ha dado.
Pero en la mística del futbolero oriental ese pensamiento
está ahí, agazapado en cada partido que juegan, clasificatorio o de mundial,
diciéndonos que volverá aquello que fue, igual que yo de niño imaginaba que la
copa Jules Rimet volvería algún día a las vitrinas de la AUF.
Por eso me dio por pensar que también puede haber algo
de esto en la cabeza de Marcelo Bielsa. «¿Y si soy yo quien consigue la quinta
estrella?», pudo haber elucubrado en el momento en que le ofrecieron el cargo,
porque es algo que, indudablemente, piensan todas las selecciones que
clasifican, por modestas que sean y aunque carezcan de historia que avale ese
deseo. Sé que las épocas son realmente distintas, pero en aquellos lejanos años
de 1924 la mayoría de los uruguayos suponía que ese grupo de muchachos entusiastas
iba a volver de Colombes luego del primer partido. Tal vez por eso, solo unos
poquitos los despidieron en el puerto.
Para Bielsa, un logro así sería la mejor manera de
coronar sus décadas de dirección técnica donde ha obtenido cientos de elogios y
muchos triunfos, pero nunca éste.
Sólo le falta realizar la gran hazaña de su vida.