El mágico y apasionante mundo del escritor es
imperfecto. Puede transitar venturoso el sendero de la poesía, ver germinar
imágenes, metáforas, cadencias reveladoras de enigmas. Puede, en el campo de la
prosa, anticipar las escenas que vivirán sus personajes, acompañar sus
destinos, abrir puertas posibles a sus inciertos desenlaces, pero sigue y
seguirá viviendo en este mundo y una parte vital de su trabajo permanecerá
velada: la reacción del lector ante su obra.
Las estadísticas de las editoriales le dirán cuántos
lo han elegido dentro de la variedad de los estantes, vidrieras, mesas y
anaqueles. La cibernética contará los clicks efectuados en sus publicaciones,
mientras que el preciado lector y sus emociones continuarán ocultos a su
mirada.
Unos pocos, quizás, se atrevan a convidarlos a
ingresar a su mundo íntimo, confesando la pequeña conmoción que su texto ha
propiciado en ellos.
Aquellos que participan amorosamente en con sus
comentarios e invalorables opiniones serán tomados en cuenta.
Aquellos lectores que develaron el mundo
inaccesible, tendrán un detalle de reconocimiento.
Aunque no busquemos recompensa alguna, creemos que
tenemos que ofrecer algún gesto de cariño al que nos dispensa parte de su
valioso tiempo en la lectura de nuestras páginas.
Sólo porque nos revela qué sucede del otro lado de
las palabras escritas. Sólo por eso.
Como quien frecuenta el mismo bar cada mañana,
tenemos un limitado pero eficaz registro de la fisonomía de los parroquianos,
quienes responden al saludo o quienes también nos identifican.
Aquellos parroquianos serán saludados especialmente
con algún detalle, libre de ceremonias y otras estridencias.
Julio y Molo