Anotaciones para
una historia fantástica.
Un hombre
encuentra, de repente, en la calle, a un amigo que no veía hacía veinte años.
¡Daniel! ¿Pero, cómo? ¡Cuánto tiempo hace! ¿Me quiero morir! Etc.
—¿Estuviste viendo a tu vieja barra?
—¿Cómo? La veo todos los días. Ahora mismo me voy yendo al bar.
—¿Cómo, “al
bar”?
—Al bar. Ahora.
—¿Vos querés
decir… nuestro bar?
—Claro. El mismo
bar de siempre —dice Daniel.
—Pero, ¿sigue
estando allá?
—Continúa en el
mismo lugar.
Y Daniel
propone:
—¿Por qué no te
venís conmigo? Para volver a ver a la barra, digo.
El hombre va. En
el viejo bar, que él pensaba que no existía más y que continúa igual que como
era antes, encuentra otras personas a las que no veía hacía veinte años. ¡Es
increíble! Está toda la barra ahí. Como si el tiempo no hubiese pasado.
El Flaco, el Pato,
el Ratón, la Verinha.
Y la Gloria.
—¡Gloria! Vos no
cambiaste nada.
—¿Y cómo es eso?
—No, que estás
linda como siempre.
Él se sienta a
la mesa con la barra —la misma mesa de siempre— y la charla va lejos. Recuerdan
los viejos tiempos. Los otros hacen chanzas con él y con la Gloria.
—¿Ustedes dos,
eh?
—Todo el mundo
pensaba que ustedes se iban a casar.
Todos ríen.
Cuando quedan serios, el hombre pregunta:
—¿Vos te
casaste, Gloria?
—No.
—¿Viste, vos?
—dice el Flaco—. Se quedó esperando.
Más risas. Cómo
me gustaba esa barra, piensa él. ¿Por qué nos separamos? ¡Y cómo me gustaba
Gloria! ¿Por qué cosa eso no se concretó?
Cuando se
despiden, tarde a la noche, él combina con el Daniel un encuentro para el día siguiente.
Irán juntos para el bar. No hay por qué no retornar al antiguo hábito. Al final
de la tarde, reunido con la barra en el bar.
Aquella noche, en su casa, él le cuenta a su mujer
del encuentro con sus viejos amigos. El Daniel, el Flaco, el Pato, el Ratón, la
Verinha. Sólo no le cuenta de Gloria. Más tarde, en la cama, sin lograr dormir,
se quedó pensando, y sonriendo. ¡Parece mentira! Era como, al encontrarme al
Daniel, él se hubiera dado una zambullida en el pasado. Como si…
Y entonces se
acuerda
El Daniel ya
murió.
Claro que ya
murió. Hace unos quince años. Él fue a su entierro. Abrazó a la viuda, todo. No
tiene ninguna duda. El Daniel ya murió.
El hombre se
queda sin dormir, pensado qué hacer. En el día siguiente, antes de ir al
encuentro, pasa por el bar. Ahora es un videoshop. Él pregunta qué fin tuvo el
bar. Es informado de que hace diez años que ya no existe más el bar en aquel
local.
Pero el hombre
va al encuentro con Daniel, que está en el lugar acordado, sonriente. El
hombre, con el corazón disparado, comienza a preguntar:
—Daniel,
aclárame una duda…
Pero se detiene,
no sabiendo cómo continuar. ¿Preguntar qué cosa? ¿Vos no te moriste, no? No lo
tomés a mal, pero, ¿vos no sos un fantasma? ¿Yo estoy loco? ¿Todo esto es una
alucinación?
—¿Sí? —dice
Daniel, esperando la pregunta.
—Nada, nada
—dice el hombre—. Vamos para el bar.
En el bar está
toda la barra. Inclusive la Gloria, que pregunta:
—Y vos, ¿te
casaste o no?
—¿Hace alguna
diferencia?
—No.
Él se divierte
mucho con la vieja barra. A la salida, antes de combinar otro encuentro para el
día siguiente, el Daniel quiere saber:
—¿Qué era lo que
vos querías preguntarme cuando nos encontramos hoy?
—¿Yo? ¿Sabés que
no me acuerdo más?
Ciertas cosas, piensa el hombre, yendo para su casa casi bailando, con el corazón leve, es mejor no investigarlas demasiado.