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sábado, 23 de marzo de 2024

Gustavo Pena, "El príncipe"

Gustavo Pena, “El príncipe”, es un músico uruguayo nacido el 2 de diciembre de 1955 y que luego de su muerte, a los cuarenta y seis años, se transformó en un referente de culto.

Compositor prolífico mezcló en sus composiciones distintas influencias de la música brasilera, uruguaya y el jazz.

Parte de su obra inédita se recuperó de grabaciones en cinta que fueron recopiladas por su hija y músicos amigos.

La película “Espíritu inquieto” refleja momentos de su vida y los comentarios de los músicos que lo acompañaron.

Existe el registro de su última actuación en vivo del que rescatamos uno de sus temas.


Su hija, Eli-U, editó un disco: “Creo en los elefantes”, donde rescata temas de su padre.



El Príncipe, un talento singular y exquisito.

jueves, 29 de febrero de 2024

Carta a los lectores

Este espacio fue creado por Julio Parissi y Roberto Molinari (Molo) con la idea de publicar en él textos propios y de otros autores que en algún momento de nuestras vidas nos marcaron para siempre. La idea era tomar aquellas producciones literarias o musicales que nos emocionaron especialmente, que pulsaron nuestras cuerdas íntimas para compartir esas sensaciones con todos los visitantes al sitio.

Hubo durante mucho tiempo, incluso en pandemia, efemérides recordando los nacimientos de grandes autores, citas, ilustraciones y otras expresiones artísticas. En un blog quedaron registradas algunas de nuestras publicaciones.

Julio Parissi, en su carácter de exquisito editor, compiló material que enviábamos a los correos electrónicos de quienes hayan querido recibir el material de manera periódica.

Nunca nos fijamos plazos ni objetivos. Nunca sentimos la fatal presión de un cierre de edición cuando falta material. Lo hicimos a gusto, naturalmente por el solo hecho de compartir.

Las estadísticas de Facebook dicen que son mil ciento setenta y un seguidores los que pulsaron el botón para enterarse de nuevas publicaciones.

Vamos a mantener al sitio con vida republicando algún material y subiendo novedades sin una frecuencia permanente, cuando lo consideremos justo y necesario.

Si usted llegó hasta éste párrafo es una evidencia irrefutable de porqué eligió este sitio.

Un saludo a todos y a todas,

Roberto Molinari (Molo)

 

 

sábado, 6 de enero de 2024

Del cincuenta hasta hoy

 

Ilustración: Darío Parissi

Del cincuenta hasta hoy

Julio César Parissi

 

 

Al alcance de la mano

 

Esto que escribo es cierto y no tiene ni una pizca de esa fantasía casi total con la que suelo construir mis textos de ficción.

Primero voy a contar algo que perdura en mi memoria desde aquellos lejanos tiempos de principios de los cincuenta —mi edad rondaba por los seis o siete años— y es una experiencia que se daba cuando, cada tanto, iba al centro de Montevideo llevado por mis hermanos mayores. Vivíamos sobre la costa, a menos de media hora de la avenida 18 de julio donde estaba —hoy ya no— la sede de la Asociación Uruguaya de Fútbol, cuyo frente de granito rojo tenía una enorme vidriera con muchísimos de los trofeos obtenidos. Cuando pasábamos por allí yo veía que había una, algo perdida entre soberbias copas, de unos treinta y pico de centímetros de alto, hecha en oro macizo, que representaba a una mujer alada sosteniendo el recipiente. Era la copa del mundo instituida por Jules Rimet en el año 1930. Cada ganador podía tenerla en su país en el lapso entre torneos, es decir, unos cuatro años. Pero se había establecido que el país que la ganara tres veces se la quedaba de manera definitiva, algo que pasó en 1970, cuando a las semifinales llegaron tres países que ya la habían obtenido en dos ocasiones: Uruguay en 1930 y 1950, Italia en 1934 y 1938, y Brasil en 1958 y 1962. Ese año, el brillante ganador fue Brasil.

Yo me había habituado a verla. Estaba allí, a escasos centímetros, casi al alcance de la mano, hasta que un día de 1954 no estuvo más y a mis cortos años me parecía que esa ausencia era una anomalía, algo que no podía ser. Pensaba que se trataba de una incongruencia de la realidad, y la idea de ver un día su retorno a esa gran vidriera la mantuve durante años, del mismo modo que en distintas culturas, a lo largo de los tiempos, esperan el regreso del mesías, aquel que estuvo en épocas remotas y que prometió volver.

 

El técnico, un guía imprescindible

 

Luego pasaron tantos años que la ilusión de volver a coronarnos se fue convirtiendo en una quimera solo sostenida por el cariño hacia la celeste. Incluso aquellos que ni sueñan con tener los lauros de esta camiseta, se burlan de esa espera, tan larga como casi imposible. Sin embargo, porfiadamente, seguimos pensando que aquello que alguna vez fue, puede volver a serlo. Solo necesitamos un conductor, dije un día y esa idea se instaló en mi cabeza. Se requiere de alguien que sepa cuál es el camino para llegar a ese destino. El camino existe, pero en cada torneo solo uno llega y es, sencillamente, aquel equipo que sabe encontrarlo. Sin duda que algo en apariencia complejo puede ser tan sencillo como es el fútbol pregonado por Bilardo, con acierto y convicción, cuando decía: «El fútbol es fácil. Solo hay que meter la pelota en el arco contrario».

Para algunos, ese ser que guía al triunfo es el jugador más virtuoso dentro del equipo. Para mí y para muchos, el verdadero conductor es el que arma la táctica y la estrategia desde el borde de la cancha, porque ve con claridad el partido sin el pulso acelerado y el corazón a mil del que corre adentro. De afuera se ve mejor, como me comentaba el ex arquero Pogany, cuando me decía que él, en su calidad de director técnico, tuvo sus experiencias previas cuando estaba en el arco, ya que desde ahí podía observar el desarrollo del partido casi como un espectador privilegiado.

 

Una hermosa fantasía

 

A partir de esa idea comencé a conjeturar que el hacedor de un gran equipo celeste debía ser su técnico. Pero no cualquiera, sino uno que tuviera, en mi criterio, la calidad y los pergaminos suficientes para tomar el cargo. Y en ese fantasear de quién podría ser, estaban los nombres de los grandes: Mouriño, Guardiola, Ferguson, Ancelotti, Zidane o Bielsa. Todos nombres imposibles para que llegaran a un país tan minúsculo como el Uruguay. O casi imposibles, ya que mi imaginación empezó a reservar un lugar para Bielsa. ¿Por qué? Porque era el único no europeo y porque en distintas partes del viejo continente había tomado la dirección de equipos que no estaban en el nivel de los grandes, como sí lo eran el United, el City, el Barcelona, el Real Madrid, el Bayer Munich, la Juventus o el Inter. Había brillado en clubes menos encumbrados donde su presencia los llevó a los primeros planos de la prensa. Cuando los tomaba, esos equipos comenzaban a funcionar de otra manera. Algo había en Bielsa, diferente a las virtudes de los demás técnicos. Yo nunca sabré con precisión qué es, pero intuyo que debe tener algo distinto al resto.

«¡Qué fantasía hermosa sería la de tener a Marcelo Bielsa dirigiendo la selección uruguaya!», soñaba cuando sucedió el fracaso de Alonso en Catar. En ese momento supuse que era solo eso: una fantasía. Pero un hecho reflejado por la prensa cambió todo. Supe que Bielsa andaba por Montevideo y no era casual, ya que venía seguido y se instalaba, creo, por el barrio de Pocitos. Dicen que los vecinos lo veían como alguien que naturalmente frecuentaba ese sitio y, a pesar de ser una figura pública, nadie lo molestaba. «Le gustará Montevideo», supuse, hasta que un día, cuando Bielsa se encontraba en un bar, un periodista uruguayo se le acercó y le pidió que hiciera algún comentario sobre la selección nacional. El técnico tomó una lapicera y sobre una hoja comenzó a escribir nombres de jugadores mientras hacía un análisis de sus actuaciones. Sabía todo, demostrando con claridad que seguía a la selección y, al principio, me resultó una incógnita de por qué razón lo hacía. ¿Por costumbre, para despuntar el vicio de entrenador mientras vacacionaba? ¿Por la gimnasia de monitorear? ¿O había un motivo oculto? ¿Cuál podría ser lo que llevaba a este técnico a analizar a los orientales?

Tal vez lo hacía con todos, pero arriesgo que podría esconder un deseo íntimo, quizás inconfesado hacia afuera, de dirigirla. En la mente de cualquier técnico de su nivel sería impensable imaginar tal deseo, pero en él no. Bielsa es distinto; solo basta escucharlo apenas un rato para darnos cuenta que no se parece a ninguno de los que conocemos. En el fondo de mi pensamiento, creo que busca demostrar algo que tiene que ver con la celeste y su historia tan explosiva como singular. Tal vez deseaba desentrañar ese fútbol al que nunca se le pudo dar una explicación racional.

Creo que esto último fue lo que prevaleció en su mente. Una pista me la dio saber que cuando los futboleros le agradecían el hacerse cargo de la dirección, les respondía que el agradecido era él. Esta convicción me llevó a lo que siempre creí ver en la selección celeste, que no es ni mejor ni peor que cualquier otra, que solo es la representación futbolística de un país, la imagen de una pequeña porción de cada nación que ve en ese deporte una faceta de su ser nacional. Pero el azar hizo que, para nosotros, los que nacimos al oriente del río Uruguay, fuera algo bien distinto. Para llegar a ese pensamiento se unieron las casualidades que terminaron por crearnos una idea tan loca —o tan absurda— como única. En mi fantasía pienso que esa misma idea, también visualizada por Bielsa, fue la que le asignó el desafío más difícil de su carrera y, en mi modesta opinión, el más hermoso. ¿De qué se trata? De enfilar siempre hacia un destino celeste que el mundo nos ha “impuesto” por un cúmulo de casualidades. O no tanto.

 

En el mundo a las patadas

 

En la historia que desde hace muchos años armé en mi cabeza para entender a la celeste, todo comienza en 1923 cuando el doctor Atilio Narancio —presidente de la AUF de la época— trajo las noticias de la incorporación del fútbol de América del Sur a la FIFA y, gracias a eso, el ganador del Sudamericano de ese año iría al primer mundial —con el reglamento de la FIFA y bajo su organización— a disputarse en 1924, previo al inicio de los Juegos Olímpicos que manejaba la COI. Por supuesto, la Federación aprovechaba el espacio olímpico, instalaciones incluidas, ya que no tenía suficiente envergadura material para armarlo por su cuenta. Fue una idea genial de Jules Rimet —que inició su mandato en 1920—, al que considero como el presidente más importante de toda la historia del fútbol. Desde luego, estamos hablando de una época donde el fútbol mundial tenía una parte amateur, aunque hacía rato que, en todos lados, ese amateurismo era bastante oscuro, como lo era en tierras rioplatenses.

El doctor Narancio les prometió a los jugadores celestes que si lograban ser campeones iba a financiar el viaje. Casualmente, ese año la celeste ganó el Sudamericano y el doctor hipotecó su casa para que el equipo viajara a Francia en una modestísima tercera clase.

La FIFA había convocado a veintidós selecciones, pero solo dieciséis competirían, por lo cual doce de las menos importantes o menos conocidas se medirían en un partido. Quienes ganaran esos seis partidos previos, entraba a los octavos de final con las diez que habían quedado seleccionadas. Por supuesto, entre esas selecciones menos notables estaba la celeste, que le tocó enfrentarse a Yugoeslavia, una buena selección europea que, a priori, a los uruguayos les infundía respeto, mientras que para los eslavos ese partido les pareció un desafío sencillo que se ganaría con facilidad. Tan fácil que pusieron suplentes para enfrentarlos. Nadie conocía el fútbol sudamericano e, incluso, la mayoría ni sabía de la existencia de un país llamado Uruguay.

Enfrentaron a Yugoeslavia y —vaya casualidad— el partido fue ganado por los sudamericanos por siete a cero. Desde allí en adelante triunfaron en todos los partidos hasta arribar a la final con Suiza que los coronó campeones con un categórico tres a cero. Habían salido de Montevideo con escasas expectativas y volvieron con el título. Como dijo un cronista de la época, «A las patadas, el Uruguay se metió en el mundo».

En 1925, Nacional —equipo base del seleccionado de mundial del 24— hizo una gira por Europa, al igual que la realizada por Boca Juniors y Paulitano (luego San Pablo). La gira de Nacional fue la más extensa de todas, ya que cubrió seis meses, cosechó ciento treinta goles y recibió treinta. Por esos años, los aficionados europeos empezaron a aceptar que en el Río de la Plata se jugaba el mejor fútbol del mundo.

En 1928, y siempre como amateur, se realizó el segundo campeonato. En este caso fueron invitadas, casualmente, tres selecciones de Sudamérica —Chile fue la tercera— salidas del torneo Sudamericano de 1927 (hoy copa América). Gracias a la ampliación de ese cupo, la celeste pudo ir de nuevo, aunque había quedado en segundo lugar, detrás de la Argentina, la ganadora de ese año. En copas América, incluido el Sudamericano de 1927, el Uruguay llevaba acumuladas siete copas, tres la Argentina y dos el Brasil.

Ese año, en Amsterdam, hicieron un mundial brillante (sobre todo la Argentina, con abultadas goleadas) y llegaron ambos a la final. Fue la única vez que se jugaron dos finales, ya que no estaban previstos alargues o penales. La primera fue empate en uno y la segunda, unos días después, la ganó la celeste por dos a uno. Podría haber sido al revés, dado la calidad de los argentinos, pero casualmente de nuevo se les dio a los uruguayos.

Luego el fútbol se profesionalizó en el ámbito universal y la FIFA armó su primer mundial fuera de los JJ.OO. Se hizo en Montevideo porque la AUF se ofreció a hacer el estadio más grande del mundo en esos tiempos y los equipos finalistas se repitieron, como también el triunfo del Uruguay sobre la albiceleste. En 1934 y 1938 los uruguayos no fueron a los mundiales de Europa en protesta porque esos países se habían negado a competir en Sudamérica. Luego vino la guerra y no hubo mundiales en 1942 y 1946, por lo cual el mundial siguiente fue el de 1950 en Río de Janeiro —debido a un conflicto interno en la AFA, la selección argentina no compitió— y volvió a ganar la celeste, esta vez frente al dueño de casa. En 1954 se jugó en Suiza y el conjunto uruguayo recién perdió su primer partido en las semifinales contra Hungría. Fue un período de treinta años donde, a lo largo de cuatro campeonatos mundiales, nunca perdió ni un solo partido, como sí les ha sucedido a otras selecciones que, a pesar de una derrota, lograron el título.

 

La eterna espera de una hazaña

 

Aunque desde Suiza hasta el presente sólo obtuvo un cuarto puesto en 1954, 1970 y 2010, el largo cúmulo de casualidades hizo que todo uruguayo creyera que se les había impuesto —inexorablemente y vaya uno a saber por quién— la obligación de ganar cada vez que pudiera entrar a un mundial. Nos olvidamos de todos los fracasos, de las eliminaciones tempranas o de las ediciones en las que no clasificamos, y solo recordamos esos triunfos que nos obligan siempre a seguir ganando. Aunque eso, hasta hoy, no se ha dado.

Pero en la mística del futbolero oriental ese pensamiento está ahí, agazapado en cada partido que juegan, clasificatorio o de mundial, diciéndonos que volverá aquello que fue, igual que yo de niño imaginaba que la copa Jules Rimet volvería algún día a las vitrinas de la AUF.

Por eso me dio por pensar que también puede haber algo de esto en la cabeza de Marcelo Bielsa. «¿Y si soy yo quien consigue la quinta estrella?», pudo haber elucubrado en el momento en que le ofrecieron el cargo, porque es algo que, indudablemente, piensan todas las selecciones que clasifican, por modestas que sean y aunque carezcan de historia que avale ese deseo. Sé que las épocas son realmente distintas, pero en aquellos lejanos años de 1924 la mayoría de los uruguayos suponía que ese grupo de muchachos entusiastas iba a volver de Colombes luego del primer partido. Tal vez por eso, solo unos poquitos los despidieron en el puerto.

Para Bielsa, un logro así sería la mejor manera de coronar sus décadas de dirección técnica donde ha obtenido cientos de elogios y muchos triunfos, pero nunca éste.

Sólo le falta realizar la gran hazaña de su vida.