Volvió
a sentir tristeza. De nuevo ella supo que la habían abandonado. Otra vez, como
si la desgracia de quedarse sola fuera circular, sinfín y retornara, igual que
las cuatro estaciones, a instalarse en su casa. Abrió el guardarropa; allí, en
la quietud del interior del mueble aún continuaban estando varias perchas
vacías mezcladas con las otras, las que sostenían la ropa de ella. Caminó hacia
la biblioteca, y en los estantes notó espacios sin libros; en el baúl de pino
no se hallaban los enormes zapatos de él. Tampoco su impermeable en el
perchero, ni la gorra escocesa sobre la mesita de las revistas, ni en los
ceniceros quedaba colillas de cigarrillos negros. En la casa nada lo recordaba
ya. ¿Habría estado en ella alguna vez? Quiso llorar. No pudo; tuvo la suerte de
despertarse. Se dio cuenta que la pesadilla del abandono había vuelto, pertinaz
y recurrente. Giró la cabeza con la ilusión de verlo durmiendo a su lado, y no
lo vio. No estaba. Hacía más de un mes que la había abandonado.
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